Sales Santos Vera y Julio Urdin Elizaga
Coautor de “Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca” y autor de “Encuesta etnográfica de la Villa de Uharte”, respectivamente
Hablar de comunidades, en primera instancia, supone hacerlo desde el ámbito de lo reducido, al menos desde el punto de vista antropológico, como ya viéramos con anterioridad. Esto es así simplemente por una razón que ya esgrimiera en su día Amitai Etzioni siguiendo la estela filosófica de Martín Buber: «Las comunidades son los principales entes sociales que alimentan las relaciones basadas en fines [Yo-Tú], mientras que el mercado es el reino de las relaciones basadas en medios [Yo-cosas]». Cuando publicamos tanto Comunidades sin Estado en la Montaña vasca como Encuesta etnográfica de la Villa de Uharte, (cada uno por su lado) así lo entendimos. Pero al hacerlo de manera territorialmente delimitada, acotada, somos asimismo conscientes del riesgo que corríamos de obviar las graves afectaciones (en la consideración de la Tierra como un ente enfermo) a las que se deben enfrentar tanto comunidades como sociedades del presente.
¿Cómo poner en marcha una estrategia a la altura de las necesidades vitales de la población mundial, especialmente de sus capas más desfavorecidas, desde la realidad local? ¿Se puede producir transformación social alguna en el mundo de la emergencia climática, por ejemplo, simplemente a partir de un cambio de opinión sin contemplar nuevas y alternativas formas de vida surgidas del conflicto con lo establecido? Son preguntas, desde luego, que en alguna medida todos nos hacemos. La respuesta, según creemos sinceramente, es no. Y así, contemplando siquiera someramente aquellas lecciones recibidas de la Historia, podemos constatar cómo la burguesía logró acabar con el feudalismo desde la progresiva transformación de la cultura, si bien entendida esta última como un modo total de vida, una cosmovisión o concepción del mundo, terminando por ser progresivamente reemplazada. Por tanto, hablando del pasado y presente de los colectivos analizados tal y como lo hiciéramos en su día nos es dado reconocer que lo fuera sobre una condición bien superviviente, marginal o, directa y llanamente, desaparecida, uniendo la necesidad de recuperación de cultura y memoria pasadas.
Ahora bien, qué puede haber de interés en un mundo de emergencias como el actual, a la hora de hacerlo, viene siendo también la pregunta a la que el especialista en comunidades, en sus diversas categorizaciones, pretende dar respuesta. Y al respecto, recurrimos a, entre otras muchas, voces autorizadas como la de Iain Chambers cuando afirma: «Citar el pasado es reubicar el presente y revelar en él la instancia de los caminos contingentes que nos conducen hacia atrás mientras nos llevan hacia delante. […] Nuestro poder, nuestro ser, surge del pasado para encontrar y configurar nuestro futuro».
Es lo que viene a acontecer cuando traemos al presente conceptos de nuestra cultura hoy absolutamente descontextualizados por los abusos de la demagogia publicitaria en manos fundamentalmente de la clase política dirigente y hegemónica. Estos conceptos fueron forjados por la mente grupal, vecinal, de quienes a partir del conjunto de necesidades supieron tejer su urdimbre, favoreciendo la trama del conjunto de relaciones incardinadas en el medio y entorno de vida. Un ecólogo hablaría, en este sentido, de «nicho». Nos estamos refiriendo a la reproducción de la vida comunitaria, que no trata de un discurso, ni parte de algo, sino de un todo integrado, con-vivencial y existente. La vida, basada en el batzarre (autoorganización), el auzolan (apoyo mutuo) y el artelan (trabajo vecinal).
Hoy, como ayer, a una con A. Gramsci, vislumbramos el que la dominación «burguesa» no solo fuera, y continúa siéndolo, ejercida en el cuantitativo plano material, sino también en el cualitativo de lo simbólico, espiritual y/o cultural. Los modos de pensar de una sociedad, sus valores, así como concepción del mundo devienen elementos dados por la ideología de la clase dominante estando enraizados en nuestra propia mentalidad. «La guerra simbólica burguesa –nos dirá un convencido marxista como Fernando Buen Abad, cargando las tintas– es un invento para la sumisión del imaginario colectivo, la cultura misma bajo la «razón» del hambre, de la explotación, de la humillación y de la muerte. Esta guerra simbólica burguesa busca, también, matar la memoria rebelde de los pueblos. Sus fechas y sus nombres, sus formas de ser, de actuar, de pensar y de creer en el pasado y en el presente». Esta hegemonía es, por tanto, un hecho cultural basado en el complejo sistema articulado desde la educación, pasando por el control de los medios de comunicación y propaganda, los hábitos de consumo, el marco de nuestras «urbanizadas», en todos los sentidos, relaciones, etcétera; de tal manera que la mayoría de la sociedad interioriza los valores propios de la clase dirigente. La ideo-cultura dominante se metamorfosea en «ideo-cultura popular» desempeñando, esta última, un rol meramente «subalterno». El individualismo y el compulsivo consumismo imperantes transforma en conformistas, acríticas y miedosas a las personas de una sociedad/masa homogénea, uniforme y fácilmente manipulable. De ahí que en modo alguno pueda sorprender la existencia de gente obrera que vota a partidos como Vox o el PP; «pobres» que se alían con los «ricos» contra otros «pobres» defendiendo posiciones ocasionalmente racistas y xenófobas.
Cambiar, no obstante, esta situación se nos antoja harto difícil a la hora de preguntarnos por dónde empezar. La Cultura, sin más, no es per se ni buena ni mala. Simplemente, es. Viene siendo antes que nada «proceso», algo que se crea, que puede generarse desde diferentes lugares, formando a su vez nuevas experiencias, en la ya, a estas alturas, clásica acepción dada por Raymond Williams de las culturas como estilos de vida que, abarcando elementos materiales, intelectuales, espirituales puede ser cambiada a partir de una renovada interpretación de nuestra experiencia común (1960). La cultura, al contrario de lo que cabe esperarse no consisten en ser algo estático sino dinámico. No hay que ir a buscarla tan solo y únicamente en las catedrales de la cultura como universidades, academias de la lengua, o en el predicamento de los gurús que viven de su institucionalización. Sino en las personas que simplemente viviendo producen una cultura diferente que los lleva a lugares diferentes, donde emergen nuevas formas en los resquicios dejados por la hegemonía que puedan permitirnos construir la alternativa desde lo cotidiano, desde lo comúnmente considerado «ordinario», aunque si bien evitando en la medida de lo posible lo espurio y soez, cuestión tal vez de simple cortesía, pues no en vano el propio término de cultura proviene del selectivo cultivo.
Al respecto, el economista y teólogo de la liberación, Franz J. Hinkelammert constataba el hecho de que: «Habitualmente se piensa que hay que disolver la cultura que se considera atrasada, para transformarla en modernidad… Yo creo que es, al contrario, esas culturas pueden ser hoy la brújula para hacer caminos. Las culturas que se han considerado siempre como atrasadas indican hoy el camino que hay que tomar… Creo que esto hay que pensarlo con mucha seriedad». Por desgracia, en esto tampoco somos excepción. Por estas tierras aún quedan, no obstante, en el imaginario, aunque si bien a niveles constreñidos, prácticas culturales consideradas como «atrasadas» que hoy nos indican el camino por donde transitar haciendo frente al mayor arma con que cuenta el sistema: el individualismo. Nos estamos refiriendo a la reproducción de la vida comunitaria.
Fuente naiz