Este libro, de un historiador no profesional que se presenta a sí mismo como “juez por oposición”[1], contribuye a ir estableciendo una interpretación objetiva de nuestro medioevo, cuya historia es hoy escandalosamente falsificada. Que sea de hace 114 años permite a esta obra ser ajena a la actual tendencia a deformar dicho pasado conforme a la estrategia institucional de la “Islampolitik”.
Extrae los datos de, principalmente, el archivo de la ciudad y, fiel a su vocación fáctica, se niega a admitir lo que no quede avalado por el correspondiente documento o documentos. Por ejemplo, rechaza que el rey que presidió la liberación de Sevilla en 1248, Fernando III, estableciese un regimiento o concejo cerrado de 36 regidores designados por él para el gobierno de la ciudad. Resiste tal aserto porque no aparece en los fondos documentales, afirmando con rotundidad que la forma de gobierno estatuida entonces fue el concejo abierto, la asamblea -en la forma de red de asambleas soberanas- de los vecinos.
Dentro de la truhana maniobra en curso para manipular nuestra historia medieval la ocultación de las formas asamblearias de autogobierno es una de las tretas más utilizadas. Tenorio no incurre en esa actuación maliciosa, políticamente motivada, por lo que se sirve un buen número de veces del vocablo “asamblea”. Así, utiliza la fórmula “Asamblea popular o Concejo”, para definir el régimen de autogobierno revolucionario constituido en Sevilla en 1248 tras la derrota y derrocamiento de la dictadura de las elites islámicas.
Expone y enfatiza del modo que sigue la cuestión, “Concejo, es decir, la asamblea popular” en la que la asistencia posee “voz y voto”. Añade que “todos los vecinos se reúnen y legislan” en ella, “nombran sus jueces” y “confieren poder a los representantes (sic) que han de llevar el voto de la ciudad en las cortes”, expresión esta última desacertada pues quienes iban a las cortes no eran representantes sino portavoces obligados por la fórmula jurídica del mandato imperativo, propia de todo sistema democrático y cuya inexistencia, por no hablar de su prohibición, manifiesta la naturaleza despótica y dictatorial del régimen político que así opere[2]. También alega que es la asamblea de vecinos la que designa los oficios municipales, alcaldes, alguaciles, etc., con mandato anual.
El gobierno por asambleas tiene para él su origen “a mediados del siglo IX”, lo que fecha el momento de una inmensa revolución política, económica, social, convivencial, moral y civilizacional, precisamente la que va a derrotar al imperialismo musulmán en la península Ibérica. Ciertamente, es imposible señalar con mayor precisión, por la debilidad y escasez de las fuentes, el momento en que llega a dominar el régimen asambleario municipal entre los pueblos libres del norte, pero Tenorio no va descaminado al datarlo en torno al año 850 -en la forma que adopta en el mundo medieval- aunque quizá habría que rebajar en algo esa fecha…
Se hace la pregunta sobre quiénes acuden a las asambleas de autogobierno, asunto que no queda explicitado, según parece, en la documentación de los archivos sevillanos. Examina dos posibilidades, una la que describe como la asistencia a las juntas concejiles de “todos los habitantes de la villa o ciudad, hombres, mujeres y niños”, mientras que otra, tomada de cierto autor de escasa solvencia, afirma que sólo los varones mayores de 14 años. Esto último manifiesta ser una suposición a posteriori también porque en los siglos medievales las personas no solían saber a ciencia cierta qué años tenían, al no existir registros de nacimiento. La fórmula de “hombres, mujeres y niños” es la utilizada en documentos antiguos, del siglo X, y la que expresa la condición del vecindario que se organiza políticamente en la asamblea concejil[3].
El mundo medieval revolucionario no marginaba a los niños, que compartían la vida de sus familias y vecinos, estando presentes en todos los grandes acontecimientos (cada asamblea concejil lo era) y aprendiendo en ellos a ser adultos de virtud y valía. Menos aún marginaba a las mujeres, parte primordial por derecho propio del orden asambleario medieval, con voz y voto en igualdad con los varones, lo que se explicita en bastantes diplomas de la época, aunque al parecer no se describe en ninguno del archivo sevillano. Precisamente la función de la mujer en la sociedad era uno de los puntos fundamentales en litigio entre el sistema político asambleario de los pueblos del norte y el hiper-patriarcado del orden político andalusí.
Al concejo, con soberanía individual y sentido de la responsabilidad, con libertad de palabra, deliberación, objeción, designación, revocación y voto, siendo electores y elegibles, asistían todos los adultos de cada municipio, sin diferenciación por sexo. Éstos no eran exactamente los mayores de 14 años, afirmación ridícula, sino quienes participaban plenamente, en más o en menos según sus capacidades, en las actividades productivas, lo que les hacía merecedores de ser tenidos por sujetos con plenos derechos políticos, activos y pasivos, para los oficios concejiles añales.
Adjunta un comentario cardinal para comprender cómo era realmente el orden concejil en un aspecto básico, la relación entre la institución de la corona (que era su lado negativo) y la asamblea/asambleas de vecinos (su componente central positivo), por sí misma potestativa, gubernativa, legislativa y ejecutiva, de dirección de la vida económica y también militar, coercitiva y judicial. Informa que el rey tenía sus oficiales en la ciudad recién liberada, y se refiere a que la mesnada real que en ella quedó estaba formada por unos 200 hombres, o caballeros, añadiendo que todo eso “no merma en nada las libertades de la ciudad”.
Tenorio se centra sobre todo en la elección y designación de los cargos del concejo, esto es, de las autoridades concejiles con funciones anuales, a lo que destina muchas páginas pero descuida aspectos básicos. Apenas cita el fundamento último de la soberanía popular municipal, el pueblo en armas, las milicias populares, concejiles o municipales, sin las cuales ni Sevilla hubiera sido liberada de la dictadura islámica ni el autogobierno popular por asambleas podría haberse mantenido posteriormente[4]. El fundamento de la libertad política es la fuerza coercitiva popular, verdad tan ardua de exponer como imposible de negar. Es majadero pensar que los 200 caballeros del rey que quedaron en Sevilla podían ser el cimiento de la soberanía del pueblo trabajador, primero por su exiguo número en una urbe populosa (se cree que tenía unos 24.000 habitantes, la ciudad más grande de Occidente) y segundo porque eran “los hombres del rey” y no del concejo, deseosos en su fuero interno de reducir e incluso extinguir el poder de éste, lo que lograrían en el siglo XIV.
¿Cómo era el orden político sevillano antes de 1248? Desde su gran derrota en la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212 el imperio almohade estaba en descomposición, mucho más tras la liberación de Córdoba en 1236 y de Jaén en 1246. La autoridad política la ejercía el patriciado musulmán de Sevilla, una aristocracia militar-clerical terrateniente, brutal y violentísima en su proceder, que era quien tomaba todas las decisiones y se las imponía represivamente a la población, a la que explotaba sin piedad. A la sazón, estaba enfrentado con casi todos los poderes islámicos de la península y África, habiendo depuesto y asesinado a su anterior caudillo en 1246, Umar Ibn Djadd, un hombre más realista y moderado, quedando el poder de la ciudad en manos de una junta de matones e indeseables, repudiados por todos. Durante el asedio dicho poder faccioso no recibió ninguna ayuda exterior de importancia, lo que contrasta con la notoria asistencia militar que el reino musulmán de Granada otorgó a las mesnadas reales castellanas, un dato más que refuta la extendida y muy errada idea de que la lucha en curso era principalmente un choque religioso.
Tampoco dedica Tenorio la atención deseada al comunal, a la gran masa de bienes concejiles no sólo agropecuarios y silvícolas sino también artesanales y mecanizados (máquinas de agua sobre todo), que el concejo rige y en los que queda fundamentada la economía de la ciudad tras 1248. Sabemos que en Sevilla se había producido, bajo la dictadura islámica, una acumulación pasmosa de la propiedad de la tierra en una todopoderosa clase terrateniente, así como en el opulento clero musulmán. Tales inmensos latifundios, con los medios de producción en ellos contenidos, son divididos en dos grandes porciones, una muy mayoritaria que queda bajo administración plena de las asambleas vecinales, que fueron la urdimbre compleja del Concejo de Sevilla, y otra que pasa al patrimonio de la corona, siendo distribuida entre la familia real, el alto clero católico y los caballeros del monarca, principalmente en la forma de propiedades medias y pequeñas[5].
A su vez, lo que el vecindario sevillano, el concejo, se apropia se divide en dos partes, una que adopta la forma de pequeña propiedad familiar (no individual) y la otra que se mantiene, en Sevilla y su Tierra, como patrimonio comunal[6]. Se constituye de ese modo una masa de bienes colectivos de colosales proporciones, en lo que es una efectiva e indiscutible revolución económica que va a convertir en propiedad popular autogestionada asambleariamente la mayor parte de lo poseído por la clase explotadora terrateniente musulmana. Con eso se establece una economía esencialmente comunal y colectivista dirigida desde la asamblea de vecinos, en la que la propiedad privada familiar tiene un lugar limitado, controlado y secundario.
Por tanto, la liberación de Sevilla en 1248 fue, también, una formidable revolución económica y social, así como una revolución agraria. Pero su esencia era la libertad, libertad política y libertad civil sobre todo, concretada en el sistema asambleario de autogobierno. La libertad fue lo que triunfó en ese año. Luego, el colectivismo autogestionado.
¿Qué sucedió con la población no cristiana?
Lo primero a destacar es la ausencia en las fuentes documentales de referencias a mozárabes, a cristianos sometidos al poder islámico, en Sevilla para la fecha citada, lo que manifiesta que éstos habían sido extinguidos, por exterminio físico (hay testimonios dramáticos e incontestables de ello, que permiten clasificar como genocida al Estado andalusí) y por la conversión forzada al islam. La población judía recibió al orden concejil y comunal con alborozo, lo que enfatiza Tenorio, pues estaba siendo fieramente perseguida por el poder musulmán. Los judíos, tras 1248 se hacen minoría “protegida” por la corona, que paga tributos al rey de Castilla, no participan en la vida concejil y se gobiernan por sus leyes y autoridades con sometimiento a las normas legales generales promulgadas por el par antagónico corona-concejo.
Los musulmanes, según los acuerdos de capitulación, tienen un mes tras la rendición de la ciudad para exiliarse, lo que incluye el derecho a vender sus propiedades y partir luego con el producto íntegro de tal transacción. Los que quisieran permanecer en la ciudad podían hacerlo. Bastantes se marcharon pero muchos permanecieron en Sevilla (los crecidos tributos aportados a la corona por la comunidad musulmana tras 1248 así lo certifica, según Tenorio, igual que la conservación de los topónimos, lo que indica que la aportación de gentes de fuera fue reducida), y una buena parte de los inicialmente exiliados al parecer retornaron.
Sabemos que se mantuvo una mezquita abierta en la ciudad, decisión positiva que muestra la tolerancia y respeto por la libertad de conciencia del orden concejil, comunal y consuetudinario, aunque muy probablemente fueran muchas más las mezquitas abiertas, en la ciudad y en su Tierra. Considerando que en la memoria colectiva de una buena parte de aquéllos permanecía el recuerdo de su conversión forzada al islam, muchos de estos musulmanes a viva fuerza debieron retornar con facilidad a la fe de sus mayores (aunque el cristianismo del siglo XIII era cualitativamente diferente al del siglo VIII).
Se puede mantener sin temor a errar, como lo advierten diversos indicios de las fuentes, que se exilian el total de las clases altas musulmanas y permanecen en Sevilla una gran parte de las clases populares, los trabajadores, campesinos y artesanos, que contemplan la instauración del nuevo orden político y económico como una liberación de las muy violentas y expoliadoras élites islámicas. Las diferencias clasistas casi siempre prevalecen sobre los factores religiosos. En Sevilla se repite algo bien conocido en la época estudiada pero ocultado por los historiadores entregados a la “Islampolitik”, que buena parte de los musulmanes de las clases populares (no así de las minorías pudientes) se sentían más libres bajo el régimen concejil, comunal y consuetudinario que bajo el tiránico Estado islámico andalusí.
Pero la comunidad islámica, igual que la judía, se acogió al patrocinio real en vez de incorporarse al concejo. Dicho de otro modo, escogieron ser súbditos en vez de vecinos, craso error del que son corresponsables. En esto ha de verse, muy probablemente, una maniobra del rey para dividir por credos y debilitar a la comunidad popular, que es una convivencia fraternal de vecinos y trabajadores, independiente de la religión de cada cual, en las que existían seres humanos iguales y soberanos, electores y elegibles en las juntas y asambleas. En vez de seguir el modelo de Daroca (Aragón), o de Toledo[7] y Guadalajara (Castilla), en donde los vecinos se funden en un único orden concejil sin discriminación negativa o positiva por sus creencias religiosas, en Sevilla se establece el sistema “multicultural”, de comunidades cerradas en lo político, con el rey como primera autoridad.
Cuando la corona se volvió contra los judíos, en el siglo XIV, promoviendo su persecución, quizá aquéllos comprendieran su error. Los musulmanes no fueron hostigados hasta el siglo XVI. Por el contrario, el concejo de Sevilla sufrió la inquina de los reyes y señores ya en el siglo XIV, cuando Sevilla, como las demás ciudades y villas de la corona de Castilla, pierde su sistema de autogobierno popular.
Reflexionemos sobre esto. Tras la toma de casi todo el valle del Guadalquivir y de Sevilla, el Estado islámico andalusí estaba vencido. Quien había sido durante siglos el enemigo principal de la revolución hispana de la Alta Edad Media ya era una fuerza en desintegración. Esto hace que la contradicción principal interna de la formación social concejil, consuetudinaria y comunal con monarquía se desencadene y estalle. Dicho más sencillamente, la conquista de Sevilla, en tanto que derrota estratégica del orden oligárquico, terrateniente y anti-revolucionario islámico, sienta las bases para que el conflicto entre los concejos y la corona se hiciera muy agudo. Pero la iniciativa estratégica la lleva esta última.
Ya Fernando III se propone ser rey que gobierna y no meramente rey que reina, intentando dictar normas legales a algunos municipios, lo que era prerrogativa exclusiva de sus asambleas de vecinos. Su sucesor, Alfonso X, llega mucho más lejos, atribuyéndose la potestad legislativa y atreviéndose a introducir el derecho romano, o del Estado, en unos territorios que hasta la fecha sólo conocían el derecho de creación popular, o consuetudinario, aunque no logra del todo sus objetivos. Además, las milicias concejiles son de facto disueltas a fines del siglo XIII. Tales maniobras, parcialmente fracasadas por el momento, logran un enorme éxito con el rey Alfonso XI (1312-1350), en particular con el Ordenamiento promulgado en las cortes de Alcalá de Henares de 1348, documento que inicia una nueva era, de triunfo de la corona y derrota popular, en los territorios sometidos a la corona de Castilla. Dicho de otra manera, la liberación de Sevilla desencadena una intensa y compleja lucha de clases en el bando vencedor.
Las clases populares, organizadas sobre bases municipales, no tuvieron la perspicacia estratégica de sus enemigos de clase, pues parece que no entendieron la nueva situación creada tras 1248. Si la revolución popular altomedieval en ese año había alcanzando una victoria decisiva sobre su enemigo secular, el islam políticamente organizado en ente estatal, era el momento de pasar a hacer frente al otro enemigo, este interior, de la revolución, el constituido por la corona y los señores, eclesiásticos y laicos. De no obrar así dejarían la iniciativa en manos de éstos, como efectivamente sucedió, y serían derrotados en las villas y ciudades, lo que se manifestaría como eliminación del régimen asambleario de concejo abierto en ellas, para ser sustituidas por el concejo cerrado, o regimiento, de designación real.
Lo expuesto muestra que la lucha entonces era esencialmente política y social, y sólo de manera muy secundaria y subordinada religiosa, según se ha señalado antes. Derrotado en lo principal, el Estado islámico, el enemigo de las clases populares pasaba a ser el (naciente) Estado castellano, el monarca y los señores. En esa lucha estaban unidas las clases populares sin diferenciación de religión.
Lo que hoy es Andalucía, que en aquel tiempo era una entidad territorial muy vaga y confusamente definida, es el espacio peninsular que más padeció bajo el poder del Estado islámico, hasta el punto que se puede sostener que algunos de los problemas que incluso hoy tiene se formaron en ese tiempo. Una prueba de lo terrible del yugo andalusí es la colosal rebelión que Umar Ibn Afsun dirigió en el siglo X contra el califato de Córdoba, haciendo de Bobastro (Málaga) su centro de operaciones. Resultó vencida, tras muchos años de heroico batallar y a pesar de haber estado cerca de alzarse con la victoria, pero fue la mayor rebelión campesina altomedieval de Occidente. La derrota del siglo X se transformó en victoria en el siglo XIII. Se deben recordar también las rebeliones populares en la ciudad de Córdoba contra el poder dictatorial islámico, asimismo ahogadas en sangre. Por tanto, la raíz de la Andalucía popular está en la epopeya de Bobastro y en el magnífico orden asambleario y comunal que triunfa posteriormente, pues Sevilla fue liberada en lo principal no por las gentes del norte de Despeñaperros sino por el campesinado rebelde de la tierra que con su colaboración y militancia hizo posible la victoria[8].
[1] Este erudito (1863-1930) es también autor del célebre estudio antropológico “La aldea gallega”, 1914, considerado en mi libro “Naturaleza ruralidad y civilización”. Un análisis biográfico en “El Concejo de Sevilla de Nicolás Tenorio Cerero”, F.M. Pérez Carrera y C. de Bordóns Alba, Sevilla 1995. Éste presenta a aquél como un convencido de “las libertades municipales medievales”, que en la ciudad del Betis no se mantuvieron mucho tiempo pues, añade, “el paso del antiguo Concejo al nuevo sistema de Regimiento vendría a poner final -así creemos pensaría Tenorio- a una época dorada de libertades”, transición que tuvo lugar en el siglo XIV. Con todo, estos dos autores velan cuanto les es posible la naturaleza asamblearia del concejo sevillano instaurado en 1248, en lo que coinciden con casi todos los historiadores contemporáneos. Es más, lo niegan con argumentos pueriles, el principal de ellos “el tamaño de la población”, ignorando que la ciudad tenía 24 collaciones (distritos electorales), por lo que las asambleas soberanas eran de barrio y operaban con funcionalidad, habiendo luego una permanente del concejo, u órgano ejecutivo entre asambleas, al que se vino en llamar “Estado de las justicias”, o Cabildo. Resulta escasamente ético, e incluso dudosamente estático, hacer la biografía de un autor al que por una mezcla de ignorancia y rencor político se enmienda la plana… Tenorio es de los pocos historiadores que, aunque sea de manera parcial, deja un espacio a lo popular en la historia, mientras que la gran mayoría se interesa únicamente por el actuar de reyes, poderosos, oligarcas y señores.
[2] El mandato imperativo, uno de los componentes inexcusables de todo orden democrático al impedir que los designados como portavoces se conviertan en representantes y sustituyan a la comunidad política haciéndose nuevo tiranos, es prohibido por la actual Constitución española en el artículo 67.2, lo que prueba su inquietante naturaleza. Por el contrario, en la sociedad concejil, democrática, de nuestro medioevo era un elemento decisivo del orden político. Esto explica las feroces descalificaciones que la historiografía oficial hace de aquel régimen, arbitrariamente tildado de “feudal”, todo para ocultar la catadura despótica y anti-democrática del orden vigente.
[3] Muy probablemente, esa expresión se inspira en la de un diploma fechado en el año 955 en Berbea, Barrio y San Zadornil, un municipio pluribarrial situado entre las actuales provincias de Burgos y Álava, que se refiere a la asistencia al concejo del modo que sigue, “hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, grandes y pequeños”.
[4] Se sabe que tiene un estudio particular sobre este asunto, “Las milicias de Sevilla”, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1907, que no he logrado consultar. Probablemente, en los seis años transcurridos desde la edición de su obra se centró en el análisis documental de esta cuestión, tan fundamental, pues no puede haber democracia sin el pueblo en armas.
[5] Un libro que arroja una notable luz sobre este asunto es “En torno a los orígenes de Andalucía: la repoblación del siglo XIII”, Manuel González Jiménez. Demuestra que los repartos de tierra en la forma de propiedad particular que tiene lugar tras la derrota de la oligarquía de al Andalus que crean sobre todo mediana y pequeña propiedad, no latifundios. Da el dato de que el 98% de sus beneficiarios se apropiaron del 88% de las tierras repartidas, lo que prueba que el derrocamiento de la aristocracia latifundista islámica fue una verdadera revolución agraria popular. Pero González no entra en lo más importante, la constitución del fondo comunal de tierras y otros medios de producción, que pasan a operar de forma autogestionada bajo la autoridad del concejo, convertido en propietario colectivo. Aquél se desencadena, con razón, contra “Los latifundios en España”, Pascual Carrión, 1932, por sostener que el latifundio andaluz se crea con la “reconquista”, enormidad esgrimida incluso hoy por el progresismo español. Lo que está en debate es si la liberación del valle del Guadalquivir fue, con todas las cautelas que se desee, un acto revolucionario, quizá el último de la revolución de la Alta Edad Media hispana, o no.
[6] El libro “Usurpación de tierras y derechos comunales en Sevilla y su Tierra durante el siglo XV”, de M.A, Carmona Ruiz permite aquilatar la potencia y extensión enormes de los bienes comunales en Sevilla, que comienzan a ser privatizados una vez que en el siglo XIV el regimiento sustituye al concejo abierto. Antes de 1248 en ella sólo existían tres tipos de propiedad, las única admitidas por el islam, los bienes de las mezquitas, los del Estado y el fundo privado, cuando era extenso trabajados por esclavos o, más a menudo, por campesinos dependientes similares a los siervos carolingios, privados de derechos y sometidos a formas terribles de explotación, siendo sus periódicas rebeliones ahogadas en sangre.
[7] Informa Tenorio que la Sevilla liberada escoge el fuero de Toledo como norma jurídica y política de autogobierno. Eso es decir muy poco pues ese asunto, el del fuero de Toledo considerado en concreto, es un embrollo monumental, uno de los mayores de nuestra historia medieval. Lo que sí se sabe que significa es que las grandes ciudades creadas por el hiper-estatizado régimen andalusí, al ser liberadas y liberarse, tenían en su seno una comunidad popular plural, que debía convivir sin menoscabo de la unidad y sin afectar a la libertad de conciencia (que entonces adoptaba la forma de libertad religiosa) de cada cual, pues la libertad de conciencia es el fundamento último de todas las libertades, políticas y sociales, personales y colectivas. Fuera de esto, el asunto está necesitado de estudios mucho mayores.
[8] Se lee en “Crónica de veinte reyes”, texto histórico anónimo redactado en la segunda mitad del siglo XIII, que Sevilla estuvo cercada “dies e seis meses” por las tropas revolucionarias, principalmente formadas por el campesinado local y las milicias concejiles llegadas del norte, con una aportación de las mesnadas reales. Añade dicho texto que los sitiadores crearon, al lado de los muros de Sevilla, una ciudad nueva y excelentemente organizada, hecha de un gran número de tiendas de campaña y otras edificaciones de circunstancias, con sus calles y plazas, en las que se ejercían todos los oficios manuales y artesanales, bien autoabastecida y dispuesta a mantener el cerco el tiempo que hiciera falta. Esto muestra que quienes estuvieron allí arma en mano contra el Estado andalusí eran principalmente trabajadores, gente del pueblo, y no caballeros ociosos dedicados a tornear. Y prueba también el apoyo enorme que encontraron en la población de la Tierra sevillana, que les abastecía por trueque y donación. Igualmente, muestra que el mito de la superioridad andalusí en el trabajo productivo es sin fundamento, pues la artesanía de al-Andalus era principalmente de lujo, para abastecer a la parasitaria clase alta islámica, mientras que la del norte se dirigía a satisfacer las necesidades básicas del pueblo, estando mucho más adelantada técnicamente y siendo bastante más eficiente, lo mismo que la agricultura, también porque las mujeres participaban en paridad con los hombres en el trabajo productivo. Dado que en la sociedad andalusí la mayoría de la mano de obra era esclava o servil no podía ser económicamente viable en el enfrentamiento a largo plazo con los trabajadores libres de la sociedad concejil y comunal, como así sucedió. Únicamente la llegada constante y a gran escala de hombres y recursos del norte de África, y también de otros territorios africanos más al sur (recordemos los regimientos de negros esclavos que solían usar el Estado islámico andalusí, ya desde el siglo X al menos, como quedó gráficamente mostrado en la batalla de Las Navas), permitió sobrevivir por siglos a un orden político, el islámico hispano, que en la segunda mitad del siglo X ya estaba en decadencia. Ello a costa de empobrecer y desarticular las sociedades norteafricanas, cuyo atraso, polarización social extrema y pobreza actuales probablemente se empiezan a constituir entonces.